Era su propia libertad la que le hacía preso del pesado dolor sobre sus hombros, como la fuerza malgastada de mil hombres peleando a la contra sin algún resultado distinto al desastre, al hambre y a la muerte del espacio que le sucede al desocuparse de la difícil labor del sentir.
Su abnegación por vivir, incansable en ese laberinto sin salida construido sobre agua salada y alambre, apenas ahogaba las ansias de sentirse conceptuado.
Calme, muchacho aun es usted demasiado mayor para callarse, para caerse, para obviarse de cuantos caerán sin darse cuenta en la irrefutable ley del rey rutina, fecha de caducidad: véase junto a la tapa, al final de la vida, la mentira.
Aun tan vivo como el consumo voraz en su hemisferio efímero por la eternidad que le encadenaba a la vida coronada a la condena de sus días, le alejaba de la muerte como un amor prohibido. Sumergido en el olvido, allá en las aguas de su mente, aguas turbias cargadas de mala suerte y llanto, navegando despacio y tan despacio que hasta el tiempo se le quedaba grande como para que los segundos pasasen dentro de su dormitorio. Allí seguía aquella molestia sobre sus hombros, fría como un silencio cortante, su pelo se enredaba con las hebras de la colcha de su cama, aquella cama enorme que ahora permanecía como una piedra helada en un glacial, apenas quedaban las ganas de recordar las veces que habían brotado las llamas y habían volado las sábanas en la erupción. Sonó el despertador como un absurdo suspiro donde no hay oxigeno, apenas se exaltó le movió lentamente hacia el objeto jadeante y pulsó el botón de STOP, ojalá todo fuese tan sencillo, pensó. Era un nuevo día, tan nuevo y radiantemente decadente como el anterior, introdujo su mano en el bolsillo del pantalón levantó la cabeza y se marcho a la misma vida que no le pertenecía, la vida que simplemente interpretaba adoptando aquel rol mediante sonrisas de plástico y cabezazos en la pared.
martes, diciembre 01, 2009
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